Desde
muy temprana la tarde ya estaba todo el
circo en orden para la función. Los
vecinos habían aportado sillas de
mimbre, comadritas antañosas, largos
bancos de pino; taburetes, todo género
de asientos. Estos se colocaron
alrededor de la redonda pista de yerba
y, detrás de ellos, quedó el gallinero
bien dispuesto, dura tabla para los
traseros juveniles. Allí se sentaba la
bullanguera morralla, la que más se
divertía, la que haría rodar de valle en
valle el eco de su chotería vocinglera,
sus puyas y cuchufletas constantes.
No
quedó un vecino que no sintiese deseos
de asistir. De los cafetales cercanos
bajaron, furtivos, algunos atezados
recogedores de café.
Nadie
quería perder la fiesta. Y fue a causa
de este empeño tenaz por lo cual se hizo
preciso levantar los telones y rodear
con sogas, tensas entre estacas, los
bordes riel circo donde el gallinero no
estorbaba.
Al
comenzar la función todos los asientos
estaban ocupados, menos el extraño palco
del Alcalde. Era este un palco con tres
sillones y un sofá de fondo de pajilla
de jata. Dos sillas de tijera y un
banquito bajo, amarillo, completaban el
moblaje donde El Alcalde se aposentaría.
La
función demoraba. El circo, iluminado
por lámparas de carburo, muy sonoras.
Se llenaba de gritos impacientes. Al
fin, se envió un pro pío al Alcalde, y
este dijo que comenzaran la función sin
su presencia que. Ya él iría cuando le
placiera, porque se hallaba a pleno
hartazgo de lechón y vino tinto.
Vestido con botas altas, negras,
deslustradas, pantalones de montar,
camisa de leñador —escocés, a cuadros,
una fusta en la mano y una gorra de
pelotera bien sujeta en su cabeza de
severo rostro, El Dueño se apareció en
la redonda pista. De inmediato un coro
de chiflidos le saludó. Sin inmutarse,
tras estallar el foete varias veces y
con gruesas voces, anunció al público
que el gran espectáculo daba comienzo
con la actuación del Mago Maravillas.
Maravillas salió de raído chaqueta y
sombrero de copa despeluzado, calzando
zapatos tennis. Los chiflidos y motes
absurdos ahogaron su voz.
Entre
el escándalo y las palabrotas realizó
mal que bien su acto. Terminó sacando de
una caja de dulce de guayaba, forrada de
tela prieta, un gran número de banderas
internacionales. La última fue la
cubana, y grandes aplausos acogieron su
salida.
Se
retiró muy digno, y, al instante,
surgieron los trapecistas, al toque de
un silbato del Dueño y unos cuantos
timbalazos premonitorio s del cuerpo de
músicos.
Entretanto, Juan Quinquín y El Jachero
preparaban sus números. Juan pensaba.
Todo el día Teresa había estado en su
mente. No la había visto. Por los
agujeros de los telones ponía su ojo
ansioso y la buscaba, sin que la viera
en parte alguna.
Pero
Teresa se hallaba en un palquito,
sentada en una silla de mimbre, vestida
de blusa blanca con saya azul marino.
Nerviosa, no sabía qué hacer con su
pañuelo. Buscaba a Juan. ¿Cómo
hablarían? ¿Y si Juan era reconocido
y golpeado por los combatientes del
desastroso guateque en casa de Cheche
Hernández? Estas ideas la atormentaban.
Al
fin, llegó el turno de Quinquín. Con el
rostro tiznado apareció en la pista.
Vestía un pantalón cortó, a la altura de
las rodillas. En la cabeza, a modo de
sombrero, una corona de plumas. Fue
anunciado por El Dueño, a grandes
gritos, pues el escándalo provocado por
su vestuario duró largo rato, como “El
Indio Kaoma, comecandela”.
Y
comenzó su trabajo. Grandes chorros de
gasolina se encendían en el aire cuando
Juan acercaba la antorcha a la buchada
lanzada ruidosamente boca afuera. Se
rojeaban los rostros de los admirados
campesinos. Entre los fogonazos de la
gasolina ardiendo Juan la buscaba. No
podía mirarla directamente. Sabía que
todos los ojos estaban fijos en él. No
podía comprometer a Teresa. Y trabajó,
con gran éxito, como siempre. Un toque
suave De timbal le acompañó todo el
tiempo.
A su
retirada entró El Jachero. Venía
enarbolando un hacha a la vez que
exhalaba grandes gritos. A poco llegó a
su lado un tarugo con un saco lleno de
botellas vacías, que esparció por la
yerba.
Rápido, El Jachero descargó su hacha
sobre ellas. Las partió en miles de
pedazos. Hizo un colchón de vidrios y se
quitó la camisa, mostrando su torso
sudoroso, ante un público que apenas
sospechaba de sus intenciones.
De
pie, de espaldas al colchón de botellas
rotas, quedó un minuto. Después se dejó
caer sobre los vidrios. Algunas mujeres
gritaron. El Dueño voceó recio por dos
personas del público. Aparecieron. Las
hizo subir sobre el pecho del Jachero de
modo que sus espaldas se introdujeron
de nena en la filosa masa. Se
sostuvieron de pie un minuto. Cuando
bajaron, El Jachero se levantó,
mostrando sus lomos al público, donde se
veían numerosos vidrios encajados:
algunos goteaban sangre.
Hizo El Jachero un ostentoso y gran
saludo a la concurrencia, que
permanecía en silencio y espantada, y se
retiró. Al caminar hacia la tiendecita
de campaña donde se hallaban los
artistas, algunos vidrios rojizos se
desprendieron de su espalda.
(...)
En el
circo, el mono hacía reír a chicos y a
mayores. Le habían puesto un palo sobre
los hombros, con una latica llena de
agua colgando a cada extremo. El mono
colgaba el palo y simulaba un aguador
dando de beber a los sudados macheteros
de los cañaverales. Otras veces, bailaba
en la cuerda floja, o pasaba de una
silla de tijera a otra velozmente a una
orden de su amo.
En el
gallinero los guajiros comentaban:
—Con un mono sabio como ese daba yo la
vuelta al mundo comiendo y bebiendo como
un padre cura...
—El mono es el más sabio de tos los
animales. ¡Miren pa’ eso!
Alguien afirmó:
—¡La verdad es que el mono es mas
inteligente que el hombre…!
—¡No, no!
—Sí, porque no habla... ¡Mira si sabe
que guarda la lengua!
—¿Por eso? ¡No seas zanguango...! ¡No
hables cáscaras! El mono es mono... y
más na.
Pero
el afirmador se entercaba:
—No habla, sí. ¡Por eso es más
inteligente!
—Estás chiflado a
viaje...
—Sí. .. ¡Porque si el mono hablara lo
pusieran trabaja!
Y se
reía a carcajadas atronadoras. Y a poco
el chiste se conoció de un lado al otro
del circo y fue careado con idénticas
risas.
—Se pasó pa’l rabo ‘e la chiva...
—Me traquean los güesos de reírme...
En la
yerbosa pista ya estaban los maromeros.
El cornetín dominaba la bulla total.
Dos
niños, hermana y hermano, hacían juegos
sobre un taburete. La niña muy delgadita
se metía por el hueco del espaldar, se
encorvaba como un majasito y salía por
la parte inferior, tras mil penas. La
acompañaba un tiro baleo suave.
El público comentaba:
—Pobrecita, qué flaquita está…
—¡Qué abuso enseñar a esa inocente a
trabajar en eso, si está descoyuntaíta!
Pero
la seria niña se retiraba, y Juanito sin
Hueso, cuyo número la seguía, ya se
había puesto las piernas por detrás del
cuello y se balanceaba sobre su trasero.
El público se divertía ante el grotesco
espectáculo.
—Parece un sapo.
—Qué barbaridad, como hay que hacer
cosas para buscarse los frijoles.
—Lo que es el hambre, caballeros.
—Ese hombre no se desenrosca en tala
noche.
—A ese lo descoyuntaron desde chiquitico.
—No sé cómo hay padres que tengan
gandinga para hacerle eso a sus hijos…
Los
comentarios fueron acallados por la
entrada de la trapecista, una joven de
largos cabellos castaños, de piel
blanca, ceñido su cuerpo por una raída
malla amarilla, brillando con miles de
lentejuelas.
Ante
ella, la belleza, se suspendieron las
voces. Fijos, los ojos contemplaban
absortos a la hermosa joven.
Esta
saludaba sonriente al callado público.
Con gracioso mover se sentó en el
pequeño trapecio. Y fue izada a grandes
halones, que hacían estremecer la carpa
por dos robustos tarugos, a su lugar
alto. Y allí comenzó a darse mecidas.
Teresa, celosa, la veía cruzar sobre sus
ojos confusos.
Se
impulsaba, y cada vez la mecida era
mayor. Su belleza conmovía a todos.
Pasaba suave sobre las cabezas. Mal
alumbrada, se balanceaba contra los
agujeros del techo de la carpa, por
donde se asomaba la noche.
La
carpa se estremecía; cada vez las
mecidas eran mayores. La trapecista,
como Un ave amarilla, deslumbrante,
volaba ya de un extremo a otro del raído
techo.
Una
música rápida la acompañaba.
De
pronto se lanzó hacia atrás, justamente
en el medio del vuelo, se dejó caer de
golpe y se sostuvo por los pies,
entrelazados a las sogas del trapecio.
Nadie pudo gritar. Se mecía cabeza
abajo, sostenida por sus breves pies,
las manos extendidas grácilmente, en el
mayor silencio; brillaba en las mecidas
cada vez más suaves.
Con
un rápido impulso, volvió a su anterior
posición y mientras los aplausos la
premiaban, tornó a mecerse para iniciar
nueva suerte.
(...)
Se
hizo el intermedio. El público sabía que
se aproximaba lo sensacional: el
enterramiento de Juan Quinquín.
Hasta
la abstraída gente que vendía refrescos
de limón y naranja, se aprestó al lance
grave. El Dueño lo había anunciado a
gritos:
—Durante más de media hora será
enterrado en vida Juan Quinquín, el
valiente de las tumbas, ¡el hombre de
las mil vidas! ¡Nadie se pierda este
milagro...!
Y
cuando llegó el lance cumbre, dijo con
gran voz:
—¡Atención, querido público, que ahora
se procede al enterramiento...!
Juan
se introdujo en la caja de muerto. Era
un féretro sin forros, a pura tabla.
Clavaron la tapa.
Lo
enterraron, en la abierta tumba, a vara
y media de profundidad, Los tarugos
palearon largo rato tierra sobre él. El
público intrigado observaba. Un tarugo
se sentó sobre la tumba, y la función
continuó. Teresa mordía su pañuelo.
Irrumpieron los perros amaestrados.
Todos de cuerpos flacos y ligeros.
Contaban, saltaban entre aros; corrían
en dos patas, brincaban de taburete en
taburete, prorrumpían, en ladridos
rarísimos a una voz de mandó...
Un
campesino comentaba en alta voz:
—Las estibas de palos que le habrán
arreado a la perra esa pa’ hacerla
aprender. ¡Canallaaaaas!
Los
alegres presentes corearon con voces y
risas su salida.
Nuevo
timbaleo. Un clarinete, sopló triste, y
salieron los malabaristas, con sus
ceñidas mallas, sin lustre. Dieron mil
vueltas de carnero y altos brincos y se
empelotaron, encaramándose uno sobre
otro. De pronto se soltaron, y cada uno
cayó en su, puesto anterior tras una
violenta voltereta.
Uno
de ellos, un joven fornido, colocó en
sus hombros a un delgado compañero sobre
ambos trepó una niña que se irguió
delicadamente, de pie sobre la cabeza
del flaco malabarista. A una voz,
cayeron los dos. En el aire la atrapó el
forzudo.
El
excitante número arrancó aplausos.
Teresa no veía nada. Salió de su palco
hasta sentarse en la tumba de Juan. El
público la miraba. Pronto comenzaron las
voces de crítica…
Vino
su Padre, y la requirió. Los chiflaron.
Como Teresa le hiciera resistencia, la
tomó de un brazo y, turbado, casi la
arrastró a su asiento.
Los
malabaristas habían permanecido quietos;
los espectadores vieron el suceso en
curiosos silencio. Se había interrumpido
la función ante Teresa en lucha con su
Padre.
Un
malabarista subió sobre un barril de
cerveza, y lo hizo rodar a fuerza de sus
hábiles y rápidos pies por la yerbosa
pista. El barril rodaba hacia atrás, de
costado, adelante, bien timoneado por
los sabios pies. Un tarugo alcanzó
cuatro naranjas al artista. Sobre el
barril en constante movimiento las
tiraba al aire, al unísono, las recogía
y las lanzaba de nuevo. Los globos
amarillos fulgían bajo las lámparas de
carburo. El público olvidado ya de Juan
Quinquín en su tumba.
Se
retiraron los malabaristas bajo los
aplausos. Salió al instante El Dueño.
Tiró dos latigazos, y dijo, tras el
silencio:
—Señores, mientras el muerto sigue
enterra’o, apreciemos el gran
espectáculo del ¡Matasiete!
Tronaron los timbales, el clarinete
subió a su punto más alto, el saxofón
gimoteó violentó, y apareció Matasiete,
con un casco negro en su cabeza, con una
trusa negra cubriéndole todo el cuerpo,
con zapatillas negras. Era un hombre muy
fornido, de unos cincuenta años. La
figura atlética impresionó a la
multitud. Su torso brilló poderoso, con
bíceps imponentes. Aquello si
interesaba: la bestia humana que de un
piñazo podía desnucar un caballo.
Grandes murmullos de llameante
admiración siguieron a su presencia.
Matasiete esperó el silencio. Entonces
exclamó:
—¡Que
venga, el hombre más fuerte que haiga
por aquí a pulsear conmigo!
El
circo se llenó de bulla. Se citaban
nombres. Al fin, El Alcalde ordenó a
Guareao, musculoso recogedor de café,
que fuera a la pista a pulsear. En el
ínterin, Teresa, que no apartaba los
ojos de la tumba, lloraba. Su padre le
dijo:
—Si
empiezas con esa lloradera ya te estás
yendo pa’ la casa. ¡Mira que llorar con
ese animal enfrente que va a pulsear con
el Guareao! Hay que ser mujer pa’
perderse este inmenso pulseo...
Teresa secó sus lágrimas.
Mientras Guareao salía a la pista y se
quitaba la: camisa para pulsear más
cómodamente con Matasiete, algunas
mujeres y niños miraban con pena a la
tumba.
Cuando se aprestaban los rivales ante
una mesa de cedro, se oyeron voces de
mujer:
—¡Saquen a ese hombre ya de abajo e la
tierra que se va a ahogal!
—Sáquenlo
ya...
El
espectáculo del pulseamiento siguió
adelante. Matasiete se tornó rojo, pujó,
y tiró sobre la mesa, a su izquierda, el
brazo de Guareao.
Tensa
gritería acogió su victoria. Sobre el
Guareao llovían las pullas:
—¡Guareao,
te reventaste y te cagaste!
—¡Guareao,
estás choteao!
El
Guareao explicaba a sus amigos:
—Se
me fue alante. Arrempujó la muñeca sin
darme tiempo pa’ na’...
Sobre
las voces, Matasiete impuso la suya:
—Ahora, que venga el Herrero del pueblo.
El
Herrero se levantó de su silla de
tijera, medio azorado. Las pullas
cayeron sobre él:
—Se
cagó el buey. Ahora...
—Herrero, mira que esto no es clavar
casco e caballo. Lo que te va pa’rriba
no es de amigo...
El
Herrero avanzó a la pista, entre la
sonora expectación, a encontrarse con
Matasiete.
Fue
entonces cuando Teresa corrió de nuevo a
la tumba y empezó a lanzar con sus manos
la tierra amontonada.
El
público se puso ahora de su parte:
—¡Que
se ahoga, que lo saquen! —gritaban las
mujeres.
—¡Que
lo saquen! —gritaban los niños.
—Está
bueno ya —decían los viejos.
Matasiete y El Herrero esperaban el fin
del escándalo para comenzar su desafío.
Teresa seguía surcando tierra con sus
manos. Dos mujeres se le unieron. Un
tarugo intentó detenerles la labor,
tomando con fuerza por las manos a una
mulata. Recibió unos arañazos. Un negro
flaco y bravo le golpeó con su puño.
El
público gritaba:
—¡Criminal tarugo e mierda, respeta a
las mujeres!
—¡Tarugo, puta e tu madre...!
—¡Tarugo, castrón…!
El
Alcalde se levantó de su palco. Seguido
de la pareja de rurales llegó donde el
tumulto de mujeres, tarugos, El Dueño,
malabaristas, alrededor de la tumba, Y.
dijo:
—No
quiero relajo aquí. El tarugo va preso.
Las
mujeres le preguntaron:
—¿Y
el müerto, no lo van asacar…?
Y El
Alcalde les respondió:
—El
muerto está bien ahí abajo. Pa’ eso
pagamos, pa’ que siga abajo medio
asfisiado haciendo lo que tiene que
hace. Si se muere pues se saló, y más
na’…
Teresa volvió de la recia mano de su
padre a su asiento. Matasiete y El
Herrero tras esperar unos minutos por
un silencio aceptable, comenzaron su
número. —Señores —dijo el Matasiete—,
este Herrero va a dar mandarria sobre su
yunque ahora…
Un
pequeño yunque fue traído a la
pista por dos tarugos. Matasiete se
tendió bocarriba en la yerba. Los
tarugos montaron el yunque sobre su
pecho. Matasiete lo agarró con tacto y
firmeza, cada mano en cada tarro del
yunque.
El
Herrero cogió la mandarria que le tendió
un tarugo.
—Ahora —gritó Matasiete desde el suelo—
¡leña...!
El
Herrero vacilaba, conciente del poder de
sus golpes. Ante él, Matasiete
esperaba, bajo el yunque.
El
público callaba. Todos los ojos fijos en
la mandarria que descansaba en un
hombro del Herrero.
Al
fin este se decidió, y la lanzó sobre el
yunque, que chispeó. Pero el golpe no
fue potente.
Matasiete lo resistió. Dijo:
—¡Más
duro!
El
Herrero levantó la mandarria, y,
temeroso, la descargó con fuerza. El
golpe resonó violentamente.
El
público hechizado respiraba apenas.
Matasiete gritó:
—¡Más
fuerte!
Levantó El Herrero su mandarria y la
descargó con cuanta fuerza pudo.
Matasiete resistió.
Del
público salió un gran murmullo.
El
Herrero dijo:
—Ni
una más... este hombre es un jiquí…
Y se
fue a su asiento.
Mientras los tarugos colocaban en la
pista varios tablones, se volvieron a
oír los gritos:
—¡Abusadores, saquen al enterra’o...!
—¡Ya tiene que estar asfisiao!
—¡Esto es una cabroná, saquen al hombre
pa’ fuera…! El rebumbio colmó al circo.
Temblaban los telones de la carpa donde
ya no cabían los gritos. Una de las
señoras que estaba en el palco del
Alcalde le rogó que dejara salir al
muerto:
—Por
favor, Alcalde, que ese pobrecito se
afisia... El Alcalde le respondió:
—El
muerto sale pa’ fuera cuando yo quiera.
.. ¡Aquí no pue’ habel engaño!
Las
esposas de la pareja de rurales
insistieron:
—Pobrecito, es tan joven y se va a
ahogal…
El
Alcalde les dijo:
—Por
tratarse de ustedes lo voy a soltal.
Y
levantó el corpachón de su asiento y se
fue a la pista y mandó desenterrar.
Teresa corrió a la tumba. Los tarugos
paleaban lentamente. Un anciano
arrebató una pala, jadeante y paleó
rápido.
A los
pocos minutos se tocó la caja de muerto.
Entre una real expectación la
desclavaron, y recogieron a Juan
Quinquín, quien tenía los ojos cerrados
y jadeaba flojo, inconciente. Lo
cargaron. Lo llevaron a la carpita de
vestir. Lo echaron sobre un catre. Le
dieron masaje. Las mujeres preparaban un
cocimiento de albahaca morada.
Teresa tenía, en todo tiempo, la mano
derecha de Juan entre las suyas. En la
pista, ya Matasiete, acostado en la
yerba, tendía dos largos tablones de
cedro sobre su pecho e invitaba al
público:
—Vengan los ocho hombres más gordos del
pueblo que me los voy a echar arriba.
¡Vengan. ..!
(...)
Brillando con su sudor, Matasiete se fue
al centro de la pista, cuando ya los
músicos tocaban para anunciar la entrada
del último número: la rumba bailada por
la rumbera Mariana.
Con
un gesto detuvo la melodía y
dirigiéndose al público dijo a gritos:
—¡Señores, en honor a Pueblo Mocho vamos
a presentar al público el acto
sensacional, lo mejor de la noche!
El
silencio se acentuó.
—¡Pido —gritó— dos caballos de los más
potentes de aquí, que me voy a fajar con
los dos en el medio de la calle!
Aquel
excitante anuncio motivó rápidas
conversaciones entre los campesinos.
—¡Yo tengo afuera mi moro de siete
cuartas!
—¡Y yo mi careto!
—¡El mío esnunca a una res de un jalón!
Matasiete aceptó los dos primeros.
Pidió
con nuevos gritos que el personal
saliera en orden a la calle y que se
aprestaran a ver lo nunca visto, un
hombre fajado con dos caballos.
El
público salió entusiasmadísimo al
callejón. Ya era medianoche, pero nadie
tenía sueño. El Alcalde encendió un
gran tabaco y se hizo llevar un taburete
al medio de la vía. —Allí se sentó y
fumaba complacido viendo a los potentes
caballos cómo Se movían asustados de un
sitio a otro. Sus jinetes amarraron los
lazos al pico de ambas monturas.
Matasiete desnudo de la cintura para
arriba, mostraba un torso peludo y de
imponente musculatura. Con gran
lentitud se preparaba al combate. El
pueblo los rodeaba.
La
pareja de la guardia rural a una orden
del Alcalde desenvainó los machetes e
hizo apartar a los campesinos del
lugar de la contienda. Se trajeron
antorchas de carburo y la calle de
tierra se iluminó. Soplaba un fuerte
aire frío, que movía los mecheros de la
luz, sin apagados. Nadie apartaba los
ojos de Matasiete enlazándose los brazos
ya. Antebrazos, muñecas y manos se
ajustaban a las sogas, listos a soportar
el bárbaro empellón.
Al
fin se dispuso todo. Un jinete afirmaba
en alta voz;
—¡Le arranco un brazo! ¡Se lo voy a
arrastrar por la tierra...!
Matasiete, los brazos en cruz, una soga
tensa a la derecha, la otra soga, tensa
a la izquierda, dijo:
—No jalen hasta que yo no diga que
jalen...
Y se
afirmaba los pies en el suelo. Revisaba
con la vista la colocación de las sogas
en sus manos. Respiraba fuerte. Contraía
y relajaba sus músculos a la vez,
iluminado por las antorchas, rodeado de
centenares de campesinos de montaña,
expuesto su torso espléndido al aire
frío que soplaba rachudo.
De
pronto gritó:
—¡Jalen!
Ambos
jinetes picaron a las bestias con sus
afiladas espuelas. Los cascos levantaban
polvo. Matasiete contraía su robusto
cuerpo. Tensa la viril musculatura.
Alguien gritó:
—¡Los tiene parados...!
Las
espuelas puaron de nuevo los vientres.
Los caballos halaron con suprema
fuerza.
Las
sogas fueron resbalando poco a poco por
las muñecas de Matasiete, cuyo rostro
rojeaba por el rudo esfuerzo, sus bíceps
parecían estallar, los músculos
abdominales marcando un relieve
durísimo. Resbalaron las sogas. Los
caballos vencieron.
Matasiete enseñaba las manos sangrantes.
—Los paré —decía—, los pare. Eso es lo
que yo había dicho...
Los
comentarios estallaban.
—Es un animal, un animal.
—Paró en dos patas al careto...
—Pero no hay quien pueda con caballo de
montera... Matasiete entró a la carpa.
El pueblo se dispersó. Rendido, el
Hércules se echó en su catre de lona,
paralelo al de Juan Quinquín. Miró al
catre de Juan. No vio su jolongo, no vio
los dos pares de guantes de boxeó, no
vio a Mariela.
Tomado de Juan
Quinquín en Pueblo Mocho. Editorial
Arte y Literatura, 1976.
Samuel
Feijóo (Cienfuegos, 1914-1992): editor,
poeta, pintor, cuentero y folklorista.
Recopiló dicharachos, trabalenguas e
historias de nuestros campos. Feijóo
dejó una huella imborrable desde su
condición de director de la Editorial de
la Universidad Central de Las Villas, de
la revista Islas y del
Departamento de Estudios Folclóricos del
citado centro docente. Una de las
novelas que escribió, Juan Quinquín
en Pueblo Mocho, alcanzó gran
popularidad y fue llevada al cine,
recordándose como uno de esos momentos
felices de confluencia de la literatura
y la cinematografía. |